Estuve empujando y sudando hasta que el
mundo no necesitó energía nuclear, ni
eólica, ni solar.
Taladré tu coño cantando mariposas en
tu oído derecho.
Tú gemías, impotente, cada intento
fallido de convertirme en un hombre, un adulto, un ser mítico capaz
de poner una lavadora solo, sin indicaciones tuyas o de un manuscrito
técnico.
Te follé el alma con las ardillas
cazadas en el bosque y que empalé en fila india.
Después
seguí bombeando.
Por la mañana bajé a por el pan en
silla de ruedas. Metí la cartera en un bolsillo delantero del
pantalón, al rozar los genitales sonreí de
dolor. No pude pagar, una segunda rozadura, habría prendido mí ropa
en un llamatazo de amor final, seguramente habría terminado saliendo
de la panadería a toda velocidad, impulsando las ruedas con mis potentes brazos, los mismos con los que te levanto del suelo para
penetrarte después, sin usar las manos y
distrayendo mi lengua con tus pezones ofensivos.
Rodando, siempre hacía el mar para
llegar justo al borde y explotar en una bola de fuego perpetuo,
trocando mi cuerpo en un faro para machos sedientos de carne de
hembra, ansiosos por finalizar la puesta y volver raudos al océano que
los engendro con los demás trilobites.
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